Una vez más, un torneo de tenis termina con Roger Federer alzando sus brazos y dibujando en su rostro la sonrisa triunfal. Y si bien no se debe encasillar al suizo dentro del extremo poder de los números de su carrera, esta vez me rindo ante la cifra: son 90 títulos ATP, cinco de ellos en Indian Wells, escenario que ahora lo exhibe, junto a Novak Djokovic, como el más ganador. En el juego decisivo (victoria 6-4 y 7-5 sobre su compatriota Stan Wawrinka) mostró destellos de las virtudes que Roger paseó durante la semana californiana. Lucidez y soltura mental, justeza de impacto, recursos inagotables en cada faceta del juego, el servicio de siempre y, otra vez, el revés que jamás había tenido. Todo esto apuntalado por una fluidez de movimientos realmente inimaginable en alguien de 35 años. Su velocidad de desplazamientos ha sido tal que permite la figura: en lugar de zapatillas, Roger está usando drones. Y entonces vuela.
Voló frente a Stephane Robert (6-1, 6-2), también contra Rafael Nadal (6-2, 6-3, en 1 hora 8 minutos), y por último, en el primer set de la semifinal con Jack Sock (6-1, en 21 minutos). En el resto de su tiempo dentro de la cancha fue terrenal y, a la vez, superior a sus adversarios. Disputados dos de los tres torneos más importantes del primer trimestre, el suizo no sólo ha ganado ambos sino que exhibe una postura que excede los resultados y, probablemente, sirva para explicar un gran porcentaje de ellos. Su expresión denuncia disfrute, sonríe a tiempo completo, participa en las redes sociales con asiduidad e imaginación dignas de un adolescente, y permite irónica complicidad respecto del nivel al que está jugando. No hace falta observar demasiado para llegar a una observación unánime: en estado “Rogerísimo”, Federer está disfrutando de jugar al tenis, tal vez como nunca en su carrera. Y nosotros disfrutamos de él.